Días de verano en los que mis amistades me piden unas letras, un pequeño relato, y son sus voces las que me arrastran a sus infancias, donde las puedo ver jugar en esta calle en la que sólo soy un espectador. Por allí anda la imagen de C. con su pequeña nariz respingona y casi inexistente pintando imágenes sobre el suelo, y un poco más allá puedo ver a A. con sus mofletes encendidos, la boca algo abierta y su mirada suspendida sobre una imagen que sólo ella podía ver, algo más lejos estaba la imagen de E. creando un punto de fuga a su antojo en donde la realidad era su propia imaginación, mientras sus ojos claros dejaban entrever junto con aquellas otras dos imágenes sombreadas tres pequeñas sonrisas. Pero entre ellas surgió una risa y unos brazos en alto, aquella pequeña de ojos azules quería rozar aquellos peces que se encontraban colgados frente al escaparate anaranjado de aquella tienda. Ella no sumaría más de dos años y sus pequeñas manos apenas se acercaban a ellos, pero sus ojos los seguían con firmeza, qué estarían haciendo para provocarla de tal forma.
Vi como se alejaba, sujeta de las manos de su madre y su padre, aprovechando aquella situación para ir dando saltos sobre la arena que el viento había arrastrado sobre la calzada, mientras no perdía de vista a tres pequeños peces de hojalata de bellos colores que permanecían suspendidos junto a aquella ventana abierta de la tienda.
una niña pequeña y tres peces de colores
En aquel momento sucedió algo realmente maravilloso, su mirada me llegó a pesar de todas las personas que se encontraban en la calle, sonriéndome con aquella boca grande y guiñándome un ojo.
Existen instantes en la vida en la que nos suceden hechos inesperados o asombrosos que nos permiten escuchar más allá de la melodía de una canción. Esa misma que oímos una vez y nunca más se olvidará, porque nos acompañará allí donde estemos, y sus palabras, esas se reiteran en nuestra mente, repitiéndose sin descanso cuando las necesitamos; pues aunque tenga seis años, en mi pequeña vida suceden cosas fascinantes.
La mañana transcurrió como otras muchas a mi edad, maravillosa, jugando junto al mar, creando sueños de agua y arena, cumpliendo deseos de un día feliz junto a mi familia.
La tarde acercó todas las sombras, mientras un sonido rítmico se dejaba escuchar por toda la calle que ahora estaba casi desierta, eran mis chanclas, no como cuando pasé por la mañana, abarrotada de gente en busca de un lugar para plantar esos parasoles de colores. Ella, la tarde, trajo el despliegue de las luces de los escaparates, blandiendo luminosidad y formas que nunca había visto. Mi rostro lo decía todo, ojos abiertos y boca entre abierta, mientras observaba lo que me rodeaba desde la seguridad de la mano de mi madre.
Las estrellas quedaban muy lejanas porque aún no podían verse y eso que había hecho muchas sobre la orilla con un pequeño molde naranja. Ellas permanecían lejanas, distantes, esperando ese momento en el cual aparecen como cuando echan purpurina desde lo alto en una fiesta.
La calle tenía dos caminos, uno negro y otro ocre, creado por la arena arrastrada por el viento, yo fui por este último, no era hierático, se seguía moviendo suavemente, arrastrado por el aliento del aire. La gente no se daba cuenta de él y sus pisadas se hundían atravesándolo y alcanzando la superficie negra de la calzada, mientras tanto, el camino ocre corría a través de sus tobillos o de sus rodillas, sin percatarse de ese río para ellos invisible sobre el cual yo andaba, dando pequeños saltos de vez en cuando y escuchando las voces de mis padres para que dejase de jugar mientras andábamos. No se daban cuenta de lo importante que eran aquellos saltos, cuando me miraban yo les observaba con los labios ceñidos uno sobre otro, dejando escapar una sutil sonrisa entre la comisura de ellos.
Unas casas blancas de vanos azules se extienden a derecha e izquierda. Las primeras permanecían sombrías, mientras las segundas dejaban deslizar superficies blancas sobre sus fachadas, al tiempo que tonalidades anaranjadas, las mismas que acompañaban a la tarde se extendían entre las esquinas produciendo sombras iridiscentes que iluminaban la calle.
Entre toda la gente, escondida bajo el brazo de mi padre, lo vi, vi a aquel pez nadando en el aire, junto a un escaparate y atado de una cuerda. Estaba tranquilo, jugueteando, de aquí para allá, nadie lo veía, nadie se daba cuenta porque posiblemente pensaban que era la brisa de la tarde, pero yo estaba segura que era él y otros dos a los cuales estaba atado, aunque más pequeños, quienes impulsaban el vaivén.
Nos sentamos en una mesa de color rojo, íbamos a cenar y justo en ese momento aquel extraño pez se dio cuenta de que lo estaba mirando, me observó con descaro y abrió mucho la boca con la forma de una gran "O", me guió un ojo y a partir de entonces se quedaron quietos, aunque tengo que decir que me vigilaron en todo momento, mientras cenaba.
Al terminar, volvimos a pasar junto a ellos, él me miraba, callado, en silencio y observando todos mis movimientos. Se los pedí a mis padres y cosa extraña, accedieron a regañadientes, aceptando mi petición y dejando aquella calle de escaparates iluminados por la luz naranja, mientras tres pequeños peces flotaban a mi espalda por aquel camino que guardaba el color de la arena, del amanecer y del atardecer.
Mi padre me miraba con escepticismo, no entendía muy bien para qué quería aquellos pececitos metálicos pintados de brillantes colores. Creo que no le convencí de que estaban vivos, aunque tampoco dejaba de sonreírme mientras me enredaba los cabellos con sus dedos.
Mi habitación era muy bonita, blanca y con los vanos de la puerta y de la ventana pintados de añil. Al abrirla el mar estaba tan cerca que casi lo podía tocar y su aroma penetraba e inundaba toda la habitación. Los tres pequeños habían estado revoloteando por la habitación, pero al abrir la primera de las hojas e introducirse el aire en el interior sus cuerpos se iluminaron. Me miraban con la boca y los ojos muy abiertos, mientras no dejaban de observar el mar.
Me quedé dormida, la luz de la mañana se extendía sobre las sábanas y allí seguían ellos, dormidos junto a mi y sin ninguna cuerda que los atase, eran libres y no se iban.
Tras desayunar, le pedí a mi padre algo que le susurré al oído. Mi madre nos miraba ante aquella nueva conspiración. Se miraron sin decirme nada y accedieron a mi nueva y estridente petición.
Llevé los peces bajo la ventana de mi habitación, los abracé muy fuerte y les di un beso mientras los metía en el agua uno por uno... mi padre y mi madre no me dijeron nada, sólo vi sus rostros, estaban como los peces con los ojos muy abiertos y las bocas en forma de "O". Ellos se alejaron nadando lentamente mientras sus cuerpos se iluminaban con bellos colores.
Me puse a aplaudir con las palmas muy juntas mientras sonreía y daba pequeños saltitos junto a la orilla.
Qué bonita historia Jesús. Y qué alegría recibirían esos peces al sentir el mar... Besos :)
ResponderEliminarexisten pequeños deseos que son muy fáciles de cumplir
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