La cabeza de la sardina.
La
cabeza de la sardina no la hemos encontrado por mucho que me he afanado en el
cometido y por mucho que la haya buscado, perdonad, hablando con algo más de
propiedad, perdona sardina.
El
primer sitio en analizar profusamente fue en la lata, por más vueltas que le
di, no la encontré. Miré entre sus líneas curvas, vacié todo el aceite que
llenaba su interior, retiré con esfuerzo titánico la tapa y no encontré ninguna
pista de ti. En un pequeño rincón, un conjunto de signos mostraban un código y
una fecha, ya tenía algo que seguir, porque el cartón que lo cubría no sé
cuando se despegó.
Tomé
el teléfono y comencé a consultar con lentitud, tenía que encontrar dónde fue
hecha la lata, las personas del otro lado de la línea me escuchaban con
perplejidad, mientras el calor iba ascendiendo, el viejo teléfono de baquelita
que todavía colgaba de la pared de la habitación de este viejo edificio, sí,
todavía funciona, por si alguien se lo pregunta.
Las
respuestas eran rápidas, aunque el argumento primario era lento y triste,
buscaba a la sardina.
Las
preguntas se sucedían, los códigos también y de dicha forma, iban quedando
menos empresas a las que preguntar.
Al
final, el último teléfono, la última empresa y el último argumento y por
respuesta una confirmación positiva. La lata les pertenecía, insistieron mucho
en si era un problema sanitario y creo que no entendieron muy bien que
estuviese buscando la cabeza de una sardina. Pero fueron amables, me dieron su
dirección, el nombre de la empresa y cerramos una cita en “La sardina” situada
en la calle de la Sardina sin número. Coincidencias o poco imaginativos, me
dispuse a ir de forma inmediata en su búsqueda.
Antes
de salir de mi casa, me doy cuenta de que el aire sigue oliendo a rancio, salgo
de ella y me interno en esa garganta caliente que ahora me expele como un
vómito. La voy atravesando, el interior de ese gaznate se encuentra igual que
un horno y voy acompañando con parsimonia esa bocanada ardiente y agria que el
pasillo quiere escupir desde su más profundo interior. Alcanzo el vano de la puerta del portal, me vuelven a sonreír los barrotes
de la puerta de cristal con su boca desencajada. Las parrillas verticales de
los edificios me ofrecen de nuevo sus viandas y el postre ya se encuentra servido,
me doy cuenta de que no he comido todavía y él se está derritiendo literalmente
entre acera y acera. El asfalto queda como un único sabor no deseado, ni antes
ni ahora, no por su regusto, sino porque se ha derretido completamente y sigue
chorreando calle abajo. Me di cuenta de que me encontraba de nuevo andando por
la calle, ella seguía igual de desierta y sólo nos acompañaba el sórdido calor
del estío, él no había variado mucho, dejando mudas a las cigarras que no
existían y que nos permitían que el calor nos fuese abrasando lentamente.
Llego
a él, mis dedos dejan su huella sobre la manilla de la puerta. Cada una de las
huellas de los dedos se quedaron literalmente impregnadas sobre ella, en total,
cinco yemas. Conseguí abrir la puerta del vehículo, el interior exhaló el calor
de un horno precalentado y su más profunda intimidad guardaba cada partícula de
él, el calor era asfixiante y encontraba el habitáculo del vehículo distinto,
como un cuadro surrealista de ese pintor en el que los objetos se derretían,
pues de esa misma forma se encuentra el alma efímera del coche, difuminado,
vahído, todo cae como entristecido.
Salgo
de él y observo como las ruedas se han fundido junto con el asfalto y ambos
fluyen lentamente calle abajo. Sin ningún tipo de prisa me interno en las
calles solitarias y ardientes de la ciudad.
El
viaje fue largo, aunque todo se hace eternamente dilatado bajo el abrasador
calor del estío. Allí estaba la fábrica de conservas, el logotipo no dejaba
lugar a la duda, ya que era una enorme sardina. Al entrar en ella el calor
desapareció de repente, un frío agradable, al igual que gélido comenzó a
acompañarme. Me atendieron con amabilidad, les enseñé la lata, la observaron
con detenimiento, y en las oficinas, donde el frío era glacial, me indicaron
que la sardina había perdido la cabeza una vez embarcada, ya que había sido
extraída, una vez subida a bordo, era el protocolo… y hubo una pausa… sí, la
cabeza había sido devuelta al mar. Y esta vez no me dejaron preguntar de nuevo,
me dieron la localización aproximada y el nombre del barco «Sardina», curioso
nombre para un barco.
Le
di las gracias y dejé atrás el que fue el hogar de mi amiga durante un corto
espacio de tiempo. Así que me embarqué, una barca y dos remos. Empezando a
remar, aunque tuve que cambiar el rumbo ya que llegué a los indómitos mares de La isla Arán y seguidamente también a El viejo y el mar, gracias a sus
indicaciones alcancé de nuevo la costa y comencé a llamarla por su nombre
«sardina».
Mucho
fue el empeño y ninguna la respuesta obtenida. Remé y remé, hasta que arribé a
unas orillas, allí me quedé pensativo frente a la orilla del mar, y allí, sin
buscarla, la cabeza de la sardina apareció ante mis pies. Ella me miraba a mí y
yo a ella, aunque las cuencas de sus ojos estaban vacías, ella me miraba. Me di
cuenta de que tenía que buscar su cuerpo, así fue, me encontraba ya junto al
mar en donde la hice sin querer, medio libre.
Allí
estaba su cuerpo, dando vueltas, vueltas y más vueltas sin parar. La llamé y
dejé lentamente su cabeza en el agua. El encuentro fue emotivo, por fin se
encontraban, por fin ya era una sardina, aunque también era la última sardina,
porque todas las demás ya han sido pescadas y ahora ella deambula solitaria por
un mar vacío, pues todos los peces han sido extraídos de las entrañas del mar y
servidos sobre alguna lata con o sin cabeza.
El
mar yace desierto con la única vida de una sardina, y yo, yo volví a mi casa,
aunque en esta ocasión no encontré nada de comer.
No tenía nada para almorzar y me quedé
con el recuerdo de la lata de sardinas.
Madre mía qué odisea. Es como para "perder la cabeza". Desde luego, yo hoy sardinas no como, ni atún, ni pescada. Me tomaré una crema de calabaza que son toda cabeza.
ResponderEliminarBesos Jesús :D