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miércoles, 25 de septiembre de 2019

olor a pan

Imagen de Wences Iya

Olor a pan recién horneado, la luz cálida del amanecer, la sonrisa de las niñas, los pasos por las escaleras, las puertas que se abren y se cierran, los correteos entre las callejuelas y ojos expectantes.

Pasos, sonrisas, palabras y el olor a pan caliente entre sus manos.

Las niñas, casi tropezaron con ella, no la vieron, no la quisieron ver. Ella seguía agazapada frente al portal de una casa, me acerqué y una vez junto a ella... le pregunté.

-¿Estás bien? -le inquirí y viendo que no contestaba, le volví a interpelar-. ¿A qué juegas?

Giró la cabeza lentamente hacia arriba con una postura un tanto forzada, su rostro me miraba con unas insondables cuencas vacías. Sus labios, sonrosados, se abrieron mostrando una boca cerrada en sí misma, un grito gris y ahogado se extendió entre las calles.

La miré, sus inexistentes ojos oscuros me mostraron el horror de su pequeña vida, de su infancia.

-¿Estás sola...? no estés triste... vente conmigo -Al tiempo que me escuchaba y le pasaba la mano por su pelo ondulado ordenándolo.

Una ligera sonrisa en la comisura de los labios y su respuesta fue inmediata, agarró mi mano y se escondió en mi regazo.

Nos alejamos calle abajo... a su nuevo hogar.

-¡Mamá, hoy tenemos una nueva amiga para desayunar! -Los rostros de su mujer y de sus hijas quedaron petrificados en los de su marido y padre, no sin dejar escapar una sonrisa que conforme descendía se hacía más sincera.

Una mano se extendió y fue aceptada por otra mano gris.
-Ven conmigo cariño, siéntate, ¿cómo te gusta el pan? -Se fue retirando, mientras le besaba la cabeza y le acariciaba el pelo.

Las hijas miraban a su madre, mientras recibían un mensaje no evocado, pero sí pronunciado con una sencilla mirada.

Las niñas al unísono, dijeron como si las distancias fuesen infinitas...
-¡Mamá!, desayunamos y podemos salir a jugar, ¿a que sí? Di que sí, y nos vamos todas, salimos las tres.

Unos ojos inexistentes se despegaron un poco de la superficie de la mesa.

-¿Cómo te llamas? -Le infirió la más pequeña-. ¿Desayunamos y te vienes a jugar a la calle... cómo te llamas... cómo te llamas...?

No terminó de pronunciar su última palabra cuando unos pequeños ojos oscuros y muy brillantes miraron con una sonrisa.

-¡María!

-Pues cuando terminéis las tres podéis salir a jugar... ¿qué te pongo en el pan María...? -Un pequeño dedo sonrosado perdía sus sombras y con un toque mágico, vio como ella estaba junto a una mesa, un hogar, una familia... una sonrisa, un beso y la algarabía de las niñas jugando en la calle.

-¿Ella sabe que está muerta?

-¡No!
-Vivirá con nosotras hasta que encuentre a su familia.
-Creo que ya la ha encontrado... es muy pequeña. ¿Qué le pasó?
-Eso... mejor no te lo cuento. -Le dijo mientras le daba un beso en la mejilla y sus ojos se ocultaron tras unas lágrimas.

Correr de escaleras, llaman a la puerta, es María...

-¡Mamá, me puedes dar agua! -Unos pequeños ojos de tonalidad melada brillaban al ver aquella otra figura que le acercaba con una sonrisa entre los labios un vaso con agua.

Los ecos irrumpen entre los adoquines grises de la calle en un día azul y vestido de aromas de primavera. La algarabía de las niñas jugando en la calle evocan y alzan el único sonido que debe ser evocado y escuchado, el de su felicidad.

...pero es un sonido que sólo queda en mi mente... el olor a madera quemada inunda el ambiente, el humo es espeso, casi no me permite ver nada a mi alrededor. El olor se entremezcla con otros aromas, no logro distinguir nada, los sonidos de algarabía se entremezclan con otros confusos y que poco a poco van intensificándose hasta ser un sonido atronador en el silencio. 
Gritos de mujeres, lamentos de niños y allí, entre el humo, una niña me mira con lágrimas en los ojos. Una fetidez nauseabunda impregna el ambiente y se pega a mi piel, ese olor, es olor a carne quemada... las nubes se disipan lentamente para mí, y me ofrecen una única escena de esa gran obra, una mujer se está abrasando viva mientras las llamas salen desde el interior de la casa, recorren su cuerpo y la cubren de un beso frío del que nunca despertará. Su piel se oscurece, sus ropas se hacen cenizas al viento, mientras un sonido ahogado que ha escapado de su garganta lleva de la mano el de su recién nacido carbonizado a sus pies. La lengua de fuego lame en un viejo ritual lo que le han ofrecido, se alimenta, devora con gula y no olvida... las nubes de carne quemada se cierran y me ofrecen otra escena en este teatro en el cual no he pagado entrada...

La pequeña niña de ojos oscuros y lágrimas que recorren sus mejillas sucias me ofrece su mano, tiene miedo. Se la tomo y busco a mi hija, veo como quiere acercarse a algo que está a su lado... lo veo antes que ella, la llamo y mi mano llega a asir la suya antes que mi voz, las alejo a las dos de aquella imagen... los cuerpos quemados y ajusticiados de personas inocentes han sido apiladas como bestias inmundas, mientras arden al pie de la puerta de la iglesia. Las lenguas de fuego que todos juntos ofrecen alimentan a los que aún penden colgados de las cuerdas de aquellas horcas... quienes tienen que proteger, ofrecen su mano y el resto son cómplices con su silencio. Los dioses cierran sus puertas y sus representantes son partícipes de aquella orgía...

Estoy parado mientras el humo se disipa, el sonido de la algarabía viene de nuevo a inundar mi alma y todo vuelve a ser esa imagen sencilla y amena. Mi hija pide que la deje jugar con sus amigas entre las calles del pueblo y mi otra mano está vacía. Busco a quien me la había llenado por unos instantes, está allí, escondida entre las sombras del umbral de una casa, puedo escuchar su lamento, me acerco a ella, me arrodillo y le pregunto.

-¿Estás bien? -le inquirí y viendo que no contestaba, le volví a interpelar-. ¿A qué juegas?

Giró la cabeza lentamente hacia arriba con una postura un tanto forzada, su rostro me miraba con unas insondables cuencas vacías. Sus labios, sonrosados, se abrieron mostrando una boca cerrada en sí misma, un grito gris y ahogado se extendió entre las calles.

La miré, sus inexistentes ojos oscuros me mostraban el horror de su pequeña vida, de su infancia.

-¿Estás sola...? no estés triste... vente conmigo. -Al tiempo que me escuchaba y le pasaba la mano por su pelo ondulado, ordenándolo.

Una ligera sonrisa en la comisura de los labios y su respuesta fue inmediata, agarró mi mano y se escondió en mi regazo.

Nos alejamos calle abajo... a su nuevo hogar, el olor a pan recién hecho se extendía por toda la calle.


Oleo sobre tabla de Wences Iya, artísta plástico.
Texto de Jesús López.


Quedan reservados todos los derechos de la propiedad intelectual sobre el texto y la imagen.

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