La tarde está perdiendo sus últimas luces, la ventana proyecta imágenes que se suceden, escuchamos las voces de la infancia jugar a nuestro alrededor con un grito hueco, sordo y sin eco, que irrumpen en la mente. Las voces no cesan, se extienden sin detenerse, durante largos segundos que nos hacen buscar de donde proceden, de repente, la ventana de la habitación, la que nos ofrece las últimas luces de la tarde, nos muestra una imagen que no podemos vislumbrar.
La oscuridad es absoluta, y mientras nos acostumbramos a esta nueva situación, el grito y unos profundos ojos negros almendrados nos llaman sin evocar una palabra, sin pronunciar ningún sonido... pero ella nos mira. Nos mira en silencio y nos llama sin pronunciar una palabra, sin escuchar una palabra. La imagen se diluye, no podemos sino ver como se difumina en la oscuridad, no podemos sino alargar las manos para alcanzarla, pero no llegamos a tentar su imagen... esa imagen.
Nuestras mentes se despiertan sin estar dormidas, unos ojos, todos aquellos ojos redondos que nos rodean y nos miran, los de nuestras familias, se unen en una voz... la oscuridad se hace de nuevo, pero ahora hay algo más cercano a nosotros, porque todo parece suceder más lentamente. Aquel grito vuelve sin haberse ido en ningún momento y aquellos ojos puedo volver a verlos, oscuros y almendrados. Su rostro lo vemos entre la niebla, es una niña la que grita, es una niña la que grita llamándonos... llamándome, es una niña la que nos llama. Nos mira y nos ve junto a la puerta, en la oscuridad, como unas sombras, como unos espectros, tiene su rostro caído hacia la derecha, sobre el colchón, mirándonos. Su mano se extiende, no estamos seguros si nos llama, si nos busca entre las sombras o quiere escapar de algo que no vemos; aunque lo único que podemos escuchar ahora es una voz , una voz infantil pidiéndonos ayuda, sólo una palabra... -ayúdame... ayúdame...
Sobre ellas podíamos ver aquella sombra, la sombra de un hombre que se aprovechaba del cuerpo de una niña pequeña, sin voz, sin palabras y robándole su alma.
No podíamos sujetarlo con nuestras manos, no podíamos cogerlo y entregárselo a aquel que es el último, nuestras manos se proyectaban sobre su cuerpo como un espectro, aunque si por un momento ellas lo hubiesen tocado, aunque hubiese sido tan sólo por un instante, la muerte hubiese sido demasiado rápida ya que habría quedado descuartizado sin lamentos, sin contemplaciones, sin remordimientos y un alma que tendríamos para toda una eternidad desde aquel mismo instante.
La niña pequeña era la que nos llamaba, nos llamaba y nos pedía ayuda, la estaban violando, en su casa, en su cama y nos llamaba mientras nos miraba con sus enormes ojos oscuros.