sábado, 17 de agosto de 2019

la creadora de sueños

Erase una vez una medusa transparente y suave a la que le gustaba danzar con la sal y la vida. Pero en su corazón añoraba conocer qué había sobre el fondo del mar.

Pidió un deseo y le fue concedido.

Su cuerpo se hizo fuerte y sus hijos tejieron velas, pensó que iba a flotar y así fue.

Hasta que un día, vio una gaviota pasar, sus velas se cubrieron de plumaje y su cuerpo se hizo cálido. El mar se transformó en cielo y la blanca espuma en nubes... y voló...


Margarita Hans
Escritora

(sanguina 30x40)

Gracias Margarita.
Texto de Margarita Hans, escritora.
Dibujo de Jesús López, escritor.

martes, 13 de agosto de 2019

de donde nacen los cuentos, las historias y las leyendas

Galería de la coracha de Setenil, en su excavación 
nos encontramos con cántaros de agua*.

Aquellas personas que habéis leído las leyendas de Bécquer e Irving, entenderéis mi pregunta con más facilidad, aquellas otras, aún estáis a tiempo. ¿Nunca os habéis planteado de dónde provienen algunos cuentos, algunas historias o algunas leyendas?

Pues esas escritas por Gustavo Adolfo Bécquer en sus Rimas y leyendas o por Washington Irving en los Cuentos de la Alhambra, o por quien escribe estas letras en Setenil. Cuentos, historias y leyendas, todas ellas tienen el mismo origen.

La gran mayoría habréis escuchado viejas historias de tesoros escondidos en profundas grutas, de enamoradas que esperaban a su amado, de su amado que quedaba esperando a su amada a la salida de una cueva o de aquella joven que iba a por agua y de la cual se enamoraba quien la veía por su sutil belleza, o de aquella joven que se bañaba de luz de luna a la salida de una gruta abierta en la pared de una montaña... pues todas ellas son la misma y todas ellas guardan un pequeño anhelo de verdad.

La coracha de Alhama de Granada guarda las mismas historias, 
las mismas leyendas, transmitidas de forma oral.

Antes de dedicarme a esa profesión que me lleva la mayor parte del día, leía todos aquellos libros que caían en mis manos, pero siempre ofrecía un espacio especial y me olvidaba del tiempo cuando tenía algunos de aquellos que hablaban del folklore. Por ellos guardaba una extraña atracción y una sutil predilección, de ahí, los estantes interminables de esas naves que han visto como he vaciado sus bodegas y las he llenado de otros muchos renglones, de otras muchas preguntas, de otras muchas respuestas.

Había una pregunta que siempre se mantenía, hasta que el mundo de la arqueología me ofreció una respuesta a todos esos libros que había leído y todas esas historias que me habían contado. Es verdad, no lo he dicho, yo soy una de esas personas que escucha a otra y escribe lo que dice, lo que cuenta, para que su conocimiento nunca se pierda y nunca sea olvidado.

Aljibe de la Fortaleza Nazarí de Setenil*.

La primera vez que escuché esa palabra fue de los labios de un amigo. Me encontraba sobre ella, se reía de mí porque no entendía la suerte que había tenido, aunque también decía que tenía que ordenar mis ideas y lo que sabía, porque aquel encuentro no era una casualidad, en absoluto, había encontrado algo realmente raro. Efectivamente así era, había encontrado como arqueólogo una construcción muy extraña y como amante de las letras y el folklore, la respuesta a muchas historias, aquella palabra, aquella respuesta era... coracha.

Un viaje espectacular por el interior de una leyenda. 
Mina de Ronda o Casa del Rey Moro de Ronda.
Coracha de Ronda.

Las corachas y concretamente, las de cierto período, estaban destinadas a la aguada, es decir, a proporcionar agua. Estas edificaciones se destacan, no ya por su dimensiones, sino por las galerías que ellas tienen con el objeto de tal fin, ese ha sido el recuerdo que ha permanecido vivo durante generaciones.


*LÓPEZ JIMÉNEZ, JESÚS., Setenil. Cuentos, historias y leyendas., Editorial La Serranía, Alcalá del Valle (Cádiz), 2016. págs.: 117 y 127.

Enlace a: Las corachas en al-Ándalus. Las corachas-minas en la frontera nazarí occidental.
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viernes, 9 de agosto de 2019

su rostro en la arena


... al atardecer la arena se enredó entre mis dedos, y cuando los despegué, vi su rostro emergiendo junto a la orilla del mar, no dejabas de mirarme hasta que nos llegó la noche...

...al amanecer te encontré entre las manos de una niña, estabais jugando y al acercarme me guiñaste un ojo, gracias por hacerme cómplice de tu sonrisa...

...y al atardecer dibujé tu nombre sobre la arena, porque tú me enseñaste que los deseos no envejecen...


 ...las sombras de mi mano caen sobre las tuyas y al rozar tus dedos, al tentar tu piel, se transforman... ellas son dos hojas del viejo olmo, me miras y me disipo, por unos instantes te preguntaste quien soy, sólo el viento que trae el sueño del recuerdo de un viejo amigo, y yo, yo me quedo viendo el alma de aquellos ojos que por un instante me vieron y quedan pintando el mar de azul...

...me llevaban, mis hermanas me arrastraban entre suspiros y torbellinos, sin dejar de ver lo más profundo de sus ojos... mi alma se desgarraba y tú alargaste el brazo y con la punta del pincel dejaste sobre mí, el azul del mar, convirtiéndome en una brisa azul que ya no puede escapar... alcancé la orilla y me despedía de mis hermanas...

...mi piel índigo se confundía con el mar y el cielo... te esperé en la orilla, las arenas iban y venían, al igual que las olas del mar... emergiste de él, te sentaste frente a mi y me miraste, por primera vez un alma me abraza de azul...

...ella pinta el mar de azul...

a ella



miércoles, 31 de julio de 2019

...los deseos no envejecen... cuál es tu palabra...


...los deseos no envejecen...

...los deseos no envejecen, eso me lo enseñaste, sobre un horizonte que nunca volverá porque ninguno es igual, pienso en cómo he vivido mi tiempo y ahora no quiero perder ningún instante, ningún deseo más. Los deseos no envejecen, eso me lo enseñaste, y ahora he descubierto que mi único deseo... 

...te has dado cuenta, te han sonreído, han soñado con las imágenes de tus sueños, de tus deseos, de tus anhelos... te has dado cuenta, hasta la pequeña que se encuentra en otras tierras se ha acordado... no viste sus ojos y sus preguntas anhelantes... cierra los ojos y te percatarás de que no hay que tener miedo...

...porque hay un secreto, los deseos no envejecen...

...y ahora, cuál es tu palabra...

martes, 30 de julio de 2019

miércoles, 24 de julio de 2019

La cabeza de la sardina.




La cabeza de la sardina.

   La cabeza de la sardina no la hemos encontrado por mucho que me he afanado en el cometido y por mucho que la haya buscado, perdonad, hablando con algo más de propiedad, perdona sardina.

   El primer sitio en analizar profusamente fue en la lata, por más vueltas que le di, no la encontré. Miré entre sus líneas curvas, vacié todo el aceite que llenaba su interior, retiré con esfuerzo titánico la tapa y no encontré ninguna pista de ti. En un pequeño rincón, un conjunto de signos mostraban un código y una fecha, ya tenía algo que seguir, porque el cartón que lo cubría no sé cuando se despegó.

   Tomé el teléfono y comencé a consultar con lentitud, tenía que encontrar dónde fue hecha la lata, las personas del otro lado de la línea me escuchaban con perplejidad, mientras el calor iba ascendiendo, el viejo teléfono de baquelita que todavía colgaba de la pared de la habitación de este viejo edificio, sí, todavía funciona, por si alguien se lo pregunta.

   Las respuestas eran rápidas, aunque el argumento primario era lento y triste, buscaba a la sardina.

   Las preguntas se sucedían, los códigos también y de dicha forma, iban quedando menos empresas a las que preguntar.

   Al final, el último teléfono, la última empresa y el último argumento y por respuesta una confirmación positiva. La lata les pertenecía, insistieron mucho en si era un problema sanitario y creo que no entendieron muy bien que estuviese buscando la cabeza de una sardina. Pero fueron amables, me dieron su dirección, el nombre de la empresa y cerramos una cita en “La sardina” situada en la calle de la Sardina sin número. Coincidencias o poco imaginativos, me dispuse a ir de forma inmediata en su búsqueda.

Antes de salir de mi casa, me doy cuenta de que el aire sigue oliendo a rancio, salgo de ella y me interno en esa garganta caliente que ahora me expele como un vómito. La voy atravesando, el interior de ese gaznate se encuentra igual que un horno y voy acompañando con parsimonia esa bocanada ardiente y agria que el pasillo quiere escupir desde su más profundo interior. Alcanzo el vano de la puerta del portal, me vuelven a sonreír los barrotes de la puerta de cristal con su boca desencajada. Las parrillas verticales de los edificios me ofrecen de nuevo sus viandas y el postre ya se encuentra servido, me doy cuenta de que no he comido todavía y él se está derritiendo literalmente entre acera y acera. El asfalto queda como un único sabor no deseado, ni antes ni ahora, no por su regusto, sino porque se ha derretido completamente y sigue chorreando calle abajo. Me di cuenta de que me encontraba de nuevo andando por la calle, ella seguía igual de desierta y sólo nos acompañaba el sórdido calor del estío, él no había variado mucho, dejando mudas a las cigarras que no existían y que nos permitían que el calor nos fuese abrasando lentamente.

Llego a él, mis dedos dejan su huella sobre la manilla de la puerta. Cada una de las huellas de los dedos se quedaron literalmente impregnadas sobre ella, en total, cinco yemas. Conseguí abrir la puerta del vehículo, el interior exhaló el calor de un horno precalentado y su más profunda intimidad guardaba cada partícula de él, el calor era asfixiante y encontraba el habitáculo del vehículo distinto, como un cuadro surrealista de ese pintor en el que los objetos se derretían, pues de esa misma forma se encuentra el alma efímera del coche, difuminado, vahído, todo cae como entristecido.
Salgo de él y observo como las ruedas se han fundido junto con el asfalto y ambos fluyen lentamente calle abajo. Sin ningún tipo de prisa me interno en las calles solitarias y ardientes de la ciudad.

   El viaje fue largo, aunque todo se hace eternamente dilatado bajo el abrasador calor del estío. Allí estaba la fábrica de conservas, el logotipo no dejaba lugar a la duda, ya que era una enorme sardina. Al entrar en ella el calor desapareció de repente, un frío agradable, al igual que gélido comenzó a acompañarme. Me atendieron con amabilidad, les enseñé la lata, la observaron con detenimiento, y en las oficinas, donde el frío era glacial, me indicaron que la sardina había perdido la cabeza una vez embarcada, ya que había sido extraída, una vez subida a bordo, era el protocolo… y hubo una pausa… sí, la cabeza había sido devuelta al mar. Y esta vez no me dejaron preguntar de nuevo, me dieron la localización aproximada y el nombre del barco «Sardina», curioso nombre para un barco.

   Le di las gracias y dejé atrás el que fue el hogar de mi amiga durante un corto espacio de tiempo. Así que me embarqué, una barca y dos remos. Empezando a remar, aunque tuve que cambiar el rumbo ya que llegué a los indómitos mares de La isla Arán y seguidamente también a El viejo y el mar, gracias a sus indicaciones alcancé de nuevo la costa y comencé a llamarla por su nombre «sardina».

   Mucho fue el empeño y ninguna la respuesta obtenida. Remé y remé, hasta que arribé a unas orillas, allí me quedé pensativo frente a la orilla del mar, y allí, sin buscarla, la cabeza de la sardina apareció ante mis pies. Ella me miraba a mí y yo a ella, aunque las cuencas de sus ojos estaban vacías, ella me miraba. Me di cuenta de que tenía que buscar su cuerpo, así fue, me encontraba ya junto al mar en donde la hice sin querer, medio libre.

   Allí estaba su cuerpo, dando vueltas, vueltas y más vueltas sin parar. La llamé y dejé lentamente su cabeza en el agua. El encuentro fue emotivo, por fin se encontraban, por fin ya era una sardina, aunque también era la última sardina, porque todas las demás ya han sido pescadas y ahora ella deambula solitaria por un mar vacío, pues todos los peces han sido extraídos de las entrañas del mar y servidos sobre alguna lata con o sin cabeza.

   El mar yace desierto con la única vida de una sardina, y yo, yo volví a mi casa, aunque en esta ocasión no encontré nada de comer.



No tenía nada para almorzar y me quedé 
con el recuerdo de la lata de sardinas.

sábado, 20 de julio de 2019

La sardina

La sardina


La podemos leer de una manera:

     Era lo que había encontrado, una sardina, ella intentaba mirarme pero no podía, porque no tenía cabeza, la miraba y apenas rellenaba el plato, la dispuse sobre el mismo, apenas lo cubría. Era todo lo que tenía para almorzar, aunque aquella opípara pitanza la acompañé de un vaso de agua, que mantenía la misma temperatura de las calles de la ciudad, mientras vivía este estío.

O la podemos leer de otra  manera:

     Me encontraba andando por la calle, ella estaba desierta y sólo nos acompañaba el sórdido calor del estío, dejando mudas a las cigarras que no existían y que nos iba abrasando lentamente. Las parrillas verticales de los edificios nos ofrecen sus viandas y el postre ya se encuentra servido, se está derritiendo literalmente entre acera y acera, el asfalto queda como un único sabor no deseado, no por su regusto, sino porque se ha derretido y chorrea calle abajo.

     Alcanzo el vano de la puerta del portal, me sonreían los barrotes de la puerta de cristal con su boca desencajada, la abro y una bocanada ardiente se expele del interior de su garganta igual que un horno. Lo cruzo mientras me desea engullirme lentamente, entro en mi casa y el aire caliente huele a rancio. Las paredes arden, el aire es irrespirable y sin dilación busco en la cocina un vaso, el grifo escupe un líquido mugriento pseudotransparente, lo dejo a un lado rápidamente y busco algo para comer, el hambre me invade.

     Comencé a buscar por los armarios superiores, nada, me interné en los inferiores, no encontraba absolutamente nada. La nevera, idea olvidada y revolucionaria, vino a mi mente, la abrí con esperanza y ella me ofreció un espacio abierto, silencioso y sin emociones. El frío no existía en su cuerpo y el calor nunca la había abandonado. Sólo me quedaban los cajones, rebusqué uno a uno, hasta que un pequeño ruido... no, era un tenedor, sólo era eso. Pero el sonido persistía, balanceé el cajón hasta que una pequeña caja plateada se asomó a saludarme. No decía nada, pero yo lo escuchaba todo, era una lata de sardinas. Era lo único que tenía para almorzar, así que me dispuse a preparar la mesa, sobre un mantel ya raído coloqué el tenedor, el vaso de agua que anteriormente me había servido y que seguía igual de caliente. Un plato de cristal permanecía donde siempre, donde sólo estaba mi único plato, lo dispuse sobre la mesa y acerqué la lata de sardinas. La abrí, un  olor a sardinas invadió el espacio circundante, cálido, aceitoso y nada más. Yo la miré a ella y ella me miró a mí, aunque yo podía hacerlo porque no tenía cabeza.
     Estaba sola y no era muy grande, igualmente se había comido a sus hermanas en la espera, no la dejé pensar mucho tiempo, la dispuse en soledad sobre el plato. Todo estaba preparado para tomar el almuerzo del día. Y ahora, sólo quedamos ella y yo.


     Yo y la sardina.

     Nunca sabré de los mares que cruzó, de los viajes con sus hermanas, de sus deseos bajo las frías aguas oceánicas, del color de su piel bajo el agua, del reflejo de sus escamas y... de los sueños de cualquier pez.
     El mar se disipa con las imágenes y ella queda ahí, esperándome con esperanza. La tomo con delicadeza, la dispongo en la que fue su ataúd y hacemos un largo viaje, ella y yo.
     He llegado, hemos llegado, saco la lata y la inclino para que pueda ver, aunque no tenga cabeza, las olas, las aguas del mar, y me acerco a la orilla dejándola libre. Ella cae con indecisión, pero ahora, ella ya es libre, la sardina ya es libre.


"alas de amapola" en "The Floor", el nuevo programa de Antena 3 presentado por Manuel Fuentes.

 " alas de amapola " en   " The Floor ", el nuevo programa de Antena3 presentado por Manuel Fuentes. Mi agradecimiento a...